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Palabras de Luis González Placencia en la inauguración del Seminario “Empoderamiento de la Ley General de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia”

Discurso 02/2011
10 de febrero de 2011

En un texto reciente sobre la forma en que los derechos de las mujeres se redimensionan en el marco de la globalización,[1] la filósofa española Celia Amorós se refirió a los vacìos de legalidad, a los espacios definidos por la ausencia de la ley, en los que los derechos de ellas son violentados de manera sistemática. Para explicar la saña de los feminicidios o la complicidad entre la autoridad y el violentador en la construcción de la impunidad, Amorós se refiere a la existencia de pactos mafiosos en el contexto de las democracias más o menos consolidadas. Efectivamente, estos pactos, signados de manera informal por los beneficiarios de los poderes fácticos, habrían ocupado los espacios de legalidad abandonados por el Estado, en la medida que éste no sólo ha fallado en la tarea de garantizar los derechos fudnamentales, sino también en la labor de generar y regularizar los mecanismos para su exigibilidad y justiciabilidad. En el contexto de estos pactos, los cuerpos de las mujeres se vulneran, su calidad de vida es rebajada hasta que ya no poseen la capacidad de ser autónomas, se las obliga a naturalizar la percepción que tienen de sí mismas como ciudadanas de segunda clase, y todo esto ocurre con la complicidad de las autoridades que, por acción u omisión, fallan en la tarea de garantizar seguridad y derechos a todas ellas.

Así, un pacto mafioso como el que Amorós tiene en mente, incluso si resulta la excepción y no la regla en las sociedades en proceso de consolidación democrática, nos permite dirigir nuestra atención hacia la seguridad y la garantía de la no violencia como el ámbito en el que los derechos de las mujeres, precisamente, corren el mayor riesgo de ser vulnerados. Por esta razón, un tejido interinstitucional como el que ha generado la legislación nacional y local para garantizar a las mujeres vidas libres de violencia, como el espacio privilegiado para deconstruir los prejuicios que convierten todavía hoy a las mujeres en ciudadanas parciales, en voces escuchadas a medias, en cuerpos que se vulneran con la complicidad de la impunidad. Por eso, para combatir los pactos mafiosos en el marco del Estado democrático de derecho, la sensibilización en materia de género, igualdad y no discriminación, así como el empoderamiento de las depositarias de la violencia y quienes son cómplices potenciales por omisión, poseen importancia superlativa.

Nuestra sociedad tiene una deuda histórica con las mujeres, y está obligada a utilizar todos los recursos legales, institucionales y educativos para hacer posible una condición de igualdad que todavía se halla muy lejana. A diferencia de otros grupos sujetos a discriminación, el de las mujeres tiene la característica distintiva de no constituir una minoría. De esta manera, la discriminación contra las mujeres no sólo implica la violación de derechos humanos fundamentales, como el de la igualdad entre los hombres y las mujeres, sino también un agravio contra el principio democrático de prioridad de la mayoría para la toma de decisiones sociales. No sólo hemos empezado tarde a diseñar e implementar los mecanismos institucionales para que las mujeres accedan sin discriminación a una vida libre de violencia, sino que tampoco hemos hecho lo suficiente porque las autoridades encargadas de impartir justicia se apropien, en su dimensión ética, de los contenidos de la legislación en la materia. Por supuesto, existen avances superlativos en este rubro, pero también es verdad que la magnitud de la tarea de inclusión y superación de las deudas históricas hacias las mujeres, relativizan la importancia de cualquier esfuerzo por garantizar lo que podríamos denominar el derecho a tener derechos para todas las mujeres.

Resulta claro que las prácticas discriminatorias en general, y las formas concretas de violencia hacia las mujeres en particular, rebasan con mucho el espacio de acción del Estado. Su particularidad reside en que se diseminan también en los espacios de la vida civil y privada. Por ello, su eliminación implica un cambio social que va más allá de lo político y se plantea como una tarea cultural de amplio alcance. Por ello mismo, la eliminación de la discriminación sólo será posible con la participación de las organizaciones civiles y sociales que trabajan por la protección y promoción de los derechos y el bienestar de las mujeres, y con el concurso de quienes educan, emplean, proveeen de servicios, dirigen sindicatos, de quienes imparten justicia y, en general, de toda persona relacionada con los rangos y las jerarquías sociales que enmarcan las relaciones entre los sexos. El rasgo común de todas estas instancias políticas y sociales es que deben realizar esta tarea de sensibilización y reconstrucción de nuestra cultura democrática con el objetivo último de empoderar al conjunto de la ciudadanía para que, al tiempo que condena las violaciones de los derechos de las mujeres, también genere la solidaridad social necesaria para erradicar la impunidad y garantizar, para ellas, la seguridad y acceso a la justicia sin dicriminación.

En el caso de la liberación de obstáculos para que las mujeres accedan a una vida libre de violencia y a la impartición de justicia sin discriminación, es claro papel protagónico del Estado. Sabiendo que el Estado no agota la lucha contra la discriminación, se tiene que insistir en que es su único eje posible. En efecto, la protección legal y la acción institucional de los poderes públicos resulta una condición esencial para reducir no sólo la estigmatización que está a la base de la exclusión de las mujeres, sino para enfrentar los actos concretos de discriminación y para aplicar o, en su caso generar, medidas de compensación y estímulo orientadas a instaurar una igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres.

El Estado no es neutral en la construcción social de las imágenes y las valoraciones colectivas acerca de los sexos. No existe algo así como una naturaleza inmutable de los hombres y las mujeres frente a la que las instituciones y las leyes son impotentes. Más bien ocurre lo contrario. En la medida en que, como señala Celia Amorós, “el género es la construcción social del sexo”, la mirada social sobre las mujeres puede y debe cambiarse mediante la acción legal y política. Lo anterior, través de la localización de las mujeres, con la mediación de la ley, en espacios seguros, libres de violencia y en los que las autoridades encargadas de vigilar la vigencia del orden legal actúen sin prejuicios y potenciando la autonomía de ellas, así como su capacidad para exigir y hacer justiciables sus derechos en caso de ser violentados. La igualdad entre hombres y mujeres no está en la naturaleza, sino en la capacidad de una sociedad democrática para equilibrar y compensar esas desigualdades que, por azarosas, a muchos les parecen fatales e irreversibles. En última instancia, con la ley y la justicia en la mano, es que podemos revertir la apariencia de destino ineludible que muchas veces adopta la vulnerabilidad de las mujeres en el contexto de los pactos mafiosos que todavía se enquistan en nuestras sociedades democráticas.

Es obligación del Estado facilitar a las mujeres el que puedan denunciar manifestaciones simbólicas y concretas de la violencia, actos de discriminación y encontrar la ruta para su reparación. También lo es el que tengan abierta la ruta de la acción penal cuando se trate de figuras abiertamente delictivas contra su integridad. Igualmente obligatorio es que el Estado facilite el acceso a los derechos y libertades constitucionalmente tutelados, sobre todo en el caso de los llamados derechos reproductivos. Igual nivel de exigencia debe haber para la pavimentación de las rutas educativas, laborales, sanitarias y políticas que hagan realidad la meta de igualdad entre los sexos. El Estado debe haberse cargo de la implementación, en su dominio directo, de la acción afirmativa y compensatoria a favor de las mujeres, y debe promover y estimular este tipo de acción en el terreno privado.

El trabajo contra la discriminación es una tarea fundamentalmente política, legal e institucional, pero su sentido último es cultural. Ganarle la batalla a la discriminación contra las mujeres significa la creación de un nuevo modelo de relaciones familiares, sociales, económicas y políticas; un modelo en el que la condición de ser mujer no conlleve un estigma o una desventaja. Por razones históricas muy arraigadas, nuestras sociedades se formaron en el rechazo, el desprecio y la sujeción de las mujeres, pero también en el miedo y hasta el odio contra ellas. La lucha contra la discriminación de las mujeres es parte de una lucha más amplia por una sociedad libre de desigualdad, injusticia, violencia y exclusión en todos sus ámbitos. La construcción de una sociedad de iguales, en la que las diferencias legítimas no sean motivo de escarnio, persecución o violencia, es el verdadero triunfo de una sociedad democrática.

El surgimiento de una cultura de la equidad entre hombres y mujeres es el resultado de una democracia capaz de contemplar con justicia y sensatez sus desafíos. Este cambio cultural se sitúa en el futuro y es la meta a lograr, pero acometerlo es nuestra tarea aquí y ahora.

Así, volviendo con el más que pertinente llamado de atención de Celia Amorós sobre la urgencia de revertir los pactos mafiosos que vulneran los derechos de las mujeres, cabe señalar que facilitamos la tarea si rompemos el nexo, hoy naturalizado, entre la impunidad y, por otra parte, la violencia y discriminación que ellas experimentan. Como habitantes de una cultura machista y misógina de mucho tiempo atrás, todos y todas debemos reconocer que no nos hace mal revisar, a la luz del marco normativo para combatir y erradicar la violencia, las deudas de justicia histórica que tenemos en relación con la forma en que hacemos justicia a las mujeres, sobre los instrumentos legales para denunciar la violencia y agresiones hacia sus cuerpos e integridad, así como reflexionar acerca los espacios de seguridad que todavía están pendientes de crearse para que ellas vivan vidas autónomas y de calidad.

Por todo lo anterior, me congratulo del inicio de este seminario. Porque lo que necesitamos es que todos y todas quienes de alguna manera nos relacionamos con la tarea de promover y defender los derechos de las mujeres, aparezcamos ante ellas como personas profesionales, libres de prejuicios y confiables en la tarea de revertir los pactos mafiosos que vulneran los cuerpos y las integridades de las mujeres mexicanas.

Muchas gracias.


[1] Cfr. Celia Amorós, Mujeres e imaginarios de la globalización. Reflexiones para una agenda teórica global del feminismo, Madrid, Homo Sapiens. 2008.